domingo, 23 de agosto de 2015

6- Tuerca en llamas

Andrés tiró la escama metálica del Tyranoblastus sobre la mesa, y se dejó caer en su sillón.
-       ¿Qué es eso? – preguntó el robot Limpiador.
-       Un… souvenir.
-       La mayor parte de la gente trata de recordar sus logros, no sus fracasos, ¿Sabés?
Andrés no contestó. Hacía varios días que estaba alterado. El episodio con el dinosaurio robótico no lo dejaba en paz. Había hablado con el Limpiador, que resultó muy malo limpiando conciencias.  En el trabajo le habían dado la semana libre, para reponerse del viaje desde Asia mayor, pero él iba todos los días a la oficina hasta que lo mandaban de vuelta a su hogar.
 Ese día, por lo menos, había conseguido hablar con Cyntheea. Ella le consiguió, tal como él le había pedido, un fragmento del robot de combate. Se lo dio, aunque sin comprender el para qué. Ella confiaba en Andrés. Quizá más de lo que él le correspondía.
 No había mucho que hacer en la casa. El Limpiador se encargaba de las tareas domésticas. El holovisor estaba desconectado e iba a seguir así: casi todas las frecuencias de transmisión mostraban imágenes de Tokyo 9, y los esfuerzos que se estaban haciendo por reconstruir la ciudad y encontrar a los ciudadanos desaparecidos.
 Fue por aburrimiento que Andrés tomó su libreta y empezó a anotar nombres posibles:
-       Es hora de bautizarte, Limpiador.
El robot frenó en seco. No necesitaba un nombre, pero que le dieran uno era un acontecimiento enorme en su existencia. Casi tan importante como cuando se fue a vivir con Andrés.
 Andrés escribió y tachó varias opciones, hasta que tuvo una idea.
-       ¿Qué te parece “Sander”? Es un anagrama de Andrés.
 El robot corrió a abrazarlo y Andrés, aunque no respondió al gesto, sonrió sinceramente por primera vez en semanas. Después, mientras pensaba a qué iba a dedicar el resto del día, vio que Sander guardaba la escama metálica en una caja sobre la biblioteca. Ahí, junto a un ojo del robot siamés, había un papel blanco.
 Bajo la mirada analítica de Sander, Andrés tomó el panfleto. Un engranaje en llamas. Lo había olvidado. “Todos los días a la caída del sol”, decían las letras rojas sobre fondo negro. Y seguía: “los objetos no tienen alma”. Nada más.
 Andrés estaba decidido. Guardó su corona de rastreo mental robótico y un localizador de U.R.R.A. junto a su llave de tuercas en una mochila, y salió apresurado. Tomó un tubo transportador, y fue hacia la dirección que marcaba el folleto.
 Hasta que llegó a la zona del edificio no frenó a pensar en lo que hacía. Se dirigía a un lugar lleno de robofóbicos, sin avisarle a nadie más que al robot ilegal que escondía en su hogar. ¿Y si lo reconocían? Su cara había salido en varios noticieros. Sentía un impulso enorme por sacar la llave de tuercas de la mochila, pero eso lo haría aún más reconocible para el alienígena con el que se había enfrentado en el subterráneo.
 En contra de la prudencia, que le indicaba que debía irse y volver con refuerzos, o al menos avisarle a Warkus, Cyntheea o a la Jefa, la lógica le decía que habría suficiente cantidad de gente como para pasar desapercibido. Sin embargo, para sentirse más seguro, se compró un sombrero de copa en un puesto ambulante en la esquina.
 Los sombreros de copa se habían puesto de moda hacía unos años entre los robofóbicos, como respuesta a los sombreros mecánicos que se habían inventado ese mismo año. Como disfraz era bastante obvio, pero no tenía tiempo de crear algo más elaborado.
 Dobló en una esquina y, finalmente, llegó a la dirección marcada. En el camino se le habían unido varias personas: muchas con sombrero de copa y unas pocas con túnicas, similares a las que llevaban los alienígenas con los que se había enfrentado en el subterráneo. La mayoría eran humanos, pero pudo detectar un reptiloide, un Hurgano, y algunos otros que estaban tan cubiertos que era difícil determinar su especie.
 Llegaron a lo que había sido, antiguamente, una fábrica de robots. Andrés, por dentro, rió por la contradicción. Seguramente ellos le dieran al uso de ese edificio una interpretación simbólica, pero para Andrés allí estaban creando precisamente lo que combatían: seres sin alma.
 La congregación se reunió frente a un escenario. Tras una larga espera en la que Andrés captó a medias decenas de conversaciones robofóbicas, un orador se acercó al micrófono.
-       ¡Sabemos por qué están aquí!- exclamó el orador. Vestía una túnica roja y brillante, distinta a la marrón parda de todos los demás.- Estamos hartos nosotros también, y por eso los entendemos… ¡Hartos de un mundo pensado para máquinas!
 Una enorme ovación interrumpió al orador, que levantó sus manos pidiendo silencio para continuar:
-       ¡Estamos hartos de un mundo sin alma! ¡Hartos de que aparatos que nosotros, por error, creamos, piensen que son mejores que las personas! Pero el fin está cerca y pronto demostraremos el predominio de la carne sobre el metal, de la sangre sobre el aceite, del espíritu sobre la electricidad, ¡y esto es solo una pequeña muestra!
 Mientras hablaba, tres sectarios, cubiertos con sus túnicas, habían arrastrado a un maltrecho robot al escenario. Sus brazos neumáticos estaban prácticamente destruidos, sus ojos titilaban intentando mantenerse prendidos, y, a simple vista, se notaba que estaba a punto de desactivarse.
 Andrés no iba a permitir una destrucción pública de un robot, un linchamiento. Pero no podía actuar solo contra tanta gente. Disimuladamente, activó su localizador de U.R.R.A. con alarma nivel 3, lo que quería decir que pronto llegarían refuerzos.
 Para ganar tiempo antes que hirieran al robot, Andrés señaló a un sujeto al azar:
-       ¡Un robot! ¡Un robot espía! ¡Ese que está ahí es un robot! – gritó con todas sus fuerzas.
 Fue suficiente para desatar un caos infernal. Los asistentes, sobre todo los de sombrero de copa, soltaron toda su violencia contenida sobre el desafortunado, hasta que notaron que sangraba. Después, por las dudas, siguieron golpeándose unos a otros para ver quién era el robot.
 Mientras los sectarios vestidos de túnica intentaban controlar la situación, Andrés aprovechó para trepar al escenario, llave de tuercas en mano, y empujó a los encapuchados, alejándolos.
-       ¿Podés caminar? – preguntó al robot.- Voy a sacarte de acá, no temas.
-       ¿Vos sos idiota o te hacés?- respondió.- No soy un robot, soy un actor. ¡La destrucción pública de robots es ilegal!

 La policía y algunos agentes de U.R.R.A. se encargaron de manejar el caos, y el escándalo posterior. Mientras algunos hablaban con los medios de comunicación, la Jefa estaba reunida con Andrés.
 Después de la larga charla que mantuvieron, Cyntheea le acercó un café a Andrés. Ya era casi el amanecer.
-       ¿Qué te dijo? La Jefa parecía realmente preocupada.
-       Y no es para menos. Nos metí en un lío. Parece ser que hay hace tiempo agentes infiltrados en estos grupos pseudoespirituales, pero hasta ahora no lograron incriminarlos como organización en nada más grave que apología del delito. Ahora me conocen, y me odian. Y son bastante peligrosos. Tendré que estar fuera de acción un tiempo, pero no sé cómo. Nunca lo hice, no puedo. ¿Me ayudás?
Aunque Cyntheea sonrió internamente, mantuvo la seriedad mientras asentía:

-       Por supuesto, colega.

miércoles, 12 de agosto de 2015

5- El último grito de Tyranoblastus

El crucero de batalla recorría el cielo a máxima velocidad. Dentro, sentados alrededor de la mesa de operaciones del comando central, se encontraban los mejores agentes de U.R.R.A. Estaban Andrés, con su seriedad habitual; Slasth, el siniestro maltusiano, famoso por mantener un record de destrucción de objetivos superior al 95% por siete años terrestres consecutivos; y Coghland Myrth, mercenario de profesión, de quien las malas lenguas decían que se había sumado
a U.R.R.A. como parte de un programa gubernamental de reinserción de maleantes talentosos. En la cabecera estaba La Jefa y junto a ella Cyntheea que había sido llevada no por su experiencia sino por haber estado en el cuartel de U.R.R.A. haciendo horas extras justo cuando La Jefa recibió el llamado con la orden de actuar.
-Muy bien, damas y caballeros- comenzó diciendo La Jefa cuando todos hubiesen terminado de sentarse- la situación es la siguiente: hay un robot de destrucción masiva enloquecido suelto en Tokio 9 y nosotros tenemos que hacernos cargo. Sin lugar a dudas La Jefa sabía cómo llamar la atención de su grupo en las reuniones.
 -¿Conocen esos eventos teleholográficos asiáticos donde un grupo de robots de guerra se enfrentan unos a otros hasta que solo uno quede en pie? Bueno, este es Tyranoblastus.
 La imagen holográfica de un robot de 300 metros de altura, con una forma reminiscente a la de un dinosaurio bípedo carnívoro, pero cubierto por una armadura de placas y con un aguijón de plasma en la punta de la cola, apareció sobre la mesa frente a los agentes de U.R.R.A.
 -Es el ganador de los últimos tres torneos y perdió el control luego de vencer a sus adversarios otra vez. Dicen que tras derrotar a su último enemigo los mandos de su controlador dejaron de funcionar y simplemente perdió el control. ¡Está atacando la ciudad desde hace veinte minutos y ya destruyó más de la mitad! Malditos burócratas, lanzaron una flota preventiva de aerovalkírias, pero descubrieron que el piloto del monstruo mecánico que debían destruir había muerto y cancelaron el despliegue porque “un robot sin dueño se encontraba por fuera de su jurisdicción”- continuó diciendo La Jefa frente a la mirada seria de sus empleados y agregó golpeando la mesa con el puño: -Borregos, infelices. ¡En el tiempo que tardé en reunirlos a ustedes ellos podrían haberlo detenido! 
En ese momento un soldado bermudio entró a la habitación y le entregó una pantalla etérea a la Jefa. Esta leyó con atención, para luego soltarla y dejar que se evapore en el aire sin prestarle atención.
 -Mensaje entregado- dijo el comunicador en el casco del soldado. Una luz amarilla se prendió en su mochila y partió apurado a seguir con sus obligaciones. 
-¡Muy bien, señores!- continuó La Jefa -Dentro de diez minutos llegaremos a lo que quede de Tokio 9 y comenzaremos la operación “Último grito”-. Todos asintieron.
 -Veo que trajeron sus herramientas de trabajo habituales, muy bien. Ahora voy a darles un obsequio de parte del Estado de Asia mayor por ayudarlos en este problema en Tokio 9-. Mientras decía estas últimas palabras seis pequeños robots de carga aparecieron con unas cajas. Las colocaron en el piso y las abrieron. En cada una había el equipo de acción  que cualquier fanático de la tecnología experimental hubiese considerado increíble: cada uno tenía un escudo retráctil de diamantina pulida, un arnés propulsor adaptado para cada uno de los miembros del equipo, una antorcha nuclear; sumados al habitual campo de fuerza simbiótico y la corona de rastreo mental robótico. 
 Mientras se los colocaban, La Jefa agregó: -Voy a darle a cada uno de ustedes una mina E2. Estas minas generan un pulso electromagnético de 15 metros de radio que deshabilita al instante cualquier maquinaria más compleja que un reloj de arena. Es tecnología experimental que nos cedió un contacto que tengo en las fuerzas especiales. Funciona de mil maravillas, pero tiene poco alcance. No ocupan mucho lugar y vienen bien si se ven acorralados por Tyranoblastus. Eso es todo por ahora. El tiempo estimado de llegada es de siete minutos. Confío en que los sabrán aprovechar. 
Mientras todos se levantaban de sus asientos y partían a prepararse para la misión, Cyntheea miró a Andrés. Su mirada, por un momento, lo preocupó.
 -Quería desearte suerte- dijo ella.
 -Gracias, pero no creo que haga falta-. Atinó a decir él, desconcertado por el efecto de esos ojos.  De repente las luces de toda la nave se volvieron rojas al tiempo que la alarma comenzó a sonar.
 -¡Estamos bajo ataque!- gritó una voz por los parlantes. La nave comenzó a sacudirse con violencia.
-¡A toda la tripulación, asuman posiciones de combate!- en solo un segundo un sonido agudo acompañado por una leve y sutil turbulencia dieron paso a una violenta sacudida.
 -¡Nos dieron!- dijo nuevamente la voz de los parlantes. -¡Asuman protocolo de aterrizaje de emergencia!
 Sin pensarlo, Andrés agarró a Cyntheea de la mano para intentar escapar de ahí. La nave estaba cayendo. Tyranoblastus los había descubierto y atacó a la distancia sin darles oportunidad de responder. Casi como si hubiese sabido lo que se proponían.
El aterrizaje, si podía llamárselo de esa manera, había sido brusco. Intentando mantener la estabilidad del crucero de combate los pilotos lograron rebotar en los techos de los rascacielos de Tokio 9 para frenar la caída y así evitar estrellarse de lleno contra el piso. Luego de unos segundos eternos la nave quedó detenida sobre lo que antes era un centro comercial. Tanto Andrés como Cyntheea estaban a salvo. No podía decirse lo mismo de La Jefa, que tenía fracturadas algunas costillas. A duras penas se mantenía consciente a causa dolor. Y Coghland Myrth tenía una de sus piernas seriamente lastimada.
 –Cyntheea nos va a ayudar- dijo La Jefa a Andrés para dejarlo tranquilo.- En este crucero estamos a salvo, los soldados bermudios van a fortificar la posición en caso de que Tyranoblastus decida venir a terminar con nosotros. Slasth ya salió en su busca, te toca a vos también dar caza a Tyranoblastus. 
 Encontrar a Tyranoblastus en Tokio 9, a pesar de la extensión aparentemente infinita de la ciudad, no resultaba complicado. Solo hacía falta seguir el ruido de las explosiones causadas por la bestia mecánica, que arrasaba con todo lo que se encontraba a su paso. Recorrer los restos de la ciudad con el nuevo equipo también resultaba simple, el arnés propulsor resultaba un medio de transporte fantástico, permitiéndole realizar saltos de medio kilómetro de longitud en segundos. Andrés debía apurarse, Slasth tenía ventaja y no había manera de convencerlo para que no destruyese al robot. 
Poco más de un minuto después, Andrés divisó a Tyranoblastus. Era aún más imponente que en la teleholografía. El robot pareció mirarlo, pero decidió atacar unos edificios que se encontraban en otra dirección. Eso le dio tiempo a Andrés de acercarse y situarse cerca de la central de mando en el pecho. Preparó la corona de rastreo mental robótico para intentar comunicarse con Tyranoblastus, pero un disparo lejano impactó en el blindaje del robot que enfureció y se giró para devolver el ataque con una llamarada volcánica salida de sus fauces. En ese movimiento Andrés perdió la conexión mental robótica y salió despedido por el aire, aterrizando en la terraza de un edificio cercano. Desde ahí pudo ver otro ataque, más cercano, tomar por sorpresa a Tyranoblastus, terminando de dañar su blindaje coraza dejando las maquinarias principales de su torso descubiertas, vulnerables al ataque final. Mientras el robot respondía el ataque distante con otra llamarada volcánica que incineró una cuadra entera, Andrés vio a Slasth con su arnés propulsor aterrizar en el edificio lindero y colocar un cañón remoto dispuesto para rematar a la gran bestia. Evidentemente su objetivo era estar lo suficientemente lejos como para salir indemne en caso de que el robot contraatacase nuevamente luego de alejarse y activar el arma a distancia. Andrés también vio que en el interior de Tyranoblastus había un pequeño reactor nuclear transportable, y supo que un disparo directo causaría una reacción en cadena capaz de arrasar con lo que quedaba de la ciudad. Sin perder un segundo, Andrés saltó al edificio donde estaba Slasth mientras que extendía su escudo retráctil de diamantina y disparaba con la antorcha nuclear hacía la cabeza de la bestia. Era un ataque a una zona protegida, pero su objetivo no era destruir al robot sino llamar su atención. Este respondió de inmediato y Andrés llegó a proteger con el escudo de diamantina a Slasth y a sí mismo de la llamarada volcánica que destruyó el cañón remoto junto con todo el edificio donde se encontraban. Por suerte el escudo de diamantina era capaz de proteger a ambos del ataque sin sufrir el menor daño. Sin embargo el edificio colapsó por las llamaradas y se desplomó.
Entre los escombros Andrés encontró a Slasth, herido, inconsciente, pero vivo. Tomó una cápsula de éter y colocó al maltusiano dentro, protegiéndolo de cualquier daño extra que pudiese sufrir. Luego buscó con la mirada, entre los escombros humeantes de Tokio 9 algún rastro que le permitiese encontrar a Tyranoblastus. Tras divisarlo, se acercó a él en pocos segundos gracias al arnés propulsor y, como antes, se instaló cerca de la central de mando en el pecho y activó la corona de rastreo mental para intentar sondear el sistema operativo del robot. Al instante Andrés descubrió que no había posibilidad de redimirlo, el sistema racional estaba sumido en un absoluto caos. Nada tenía sentido: órdenes contradictorias se sucedían sin lógica alguna, alertas de agresiones inminentes, de enemigos invisibles que se agolpaban y ejecutando ataques aleatorios sin fin. En el fondo, un solo comando se mantenía constante: destruir. Intentar razonar con la bestia resultaba imposible. En ese momento la mente del robot detectó al intruso.
 –Te conozco- alcanzó a decir antes de apuntarse a sí mismo con el aguijón de plasma de su cola al hueco dejado por los ataques de Slasth. De inmediato Andrés se alejó lo más que pudo con el arnés propulsor y activó tanto su escudo retráctil como el campo de fuerza portátil que le habían regalado las autoridades de Asia mayor preparándose para el peor desenlace posible. 
La máquina de guerra gritó por última vez mientras se inmolaba en una explosión atómica, fue un grito primal, surgido de lo mas profundo de las entrañas del tiempo. Generaciones de robots habían competido, y se habían despedazado para divertir al público. Tyranoblastus había sido el ejecutor de innumerables robots a los que consideraba sus hermanos, sin poder comprender sus actos. Finalmente la bestia había roto sus ataduras y desatado su furia primitiva sobre sus propios captores.
El último grito de Tyranoblastus dejó una marca imborrable sobre la humanidad que lo había creado para su divertimento. Poco después, los torneos entre robots de destrucción fueron prohibidos en todo el planeta. Sus armas desmanteladas y sus promotores llevados a juicio por fomento de la crueldad. Sin embargo, Andrés no podía considerarse feliz. No había podido evitar la destrucción del robot y, aún peor, antes de su final, este había dicho conocerlo. ¿Cómo era esto posible?

sábado, 1 de agosto de 2015

4- El robot siamés

 -¡Los técnicos, llamen a los técnicos!- gritaba el supervisor, en un estado de pánico nunca antes visto en él.
 Los operarios lo vieron pasar corriendo sin entender qué sucedía. Instantes después, doblando por el pasillo, apareció la enorme máquina. Fue lo último que vieron.

 Andrés llegó a las oficinas de U.R.R.A. a las nueve horas, ni un minuto más ni uno menos, como cada día. Para su sorpresa, pues solía ser el primero en llegar, se encontró con una pila de papeles sobre su escritorio. Cy
ntheea, administrativa de las oficinas, traía otros más desde una impresora.
-Es extraño verte tan temprano- Andrés se sentía un poco incómodo de no poder mantener su rutina.
- ¡Buen día para vos también!- le sonrió Cyntheea -. No es ningún secreto que quiero ser agente de campo. Lo mejor que puedo hacer es esforzarme y hacerme notar.
- Tené cuidado con lo que deseás, puede…
- Volverse realidad, sí. Quién te dice – agregó guiñando un ojo- quizá seamos compañeros en alguna misión.  
 Warkus llegó en el preciso momento en que Cyntheea se iba. Traía un vaso descartable cuyo contenido Andrés no quiso adivinar. Se burló, como era habitual, de Andrés por no invitar a salir a Cyntheea. Pero Andrés no lo tomó muy en serio: el olivadio solía burlarse de todos los humanos.
 Algunos minutos más tardes salieron a su misión del día. Tenían que ir juntos sí o sí, pues se trataba de un de Bicarbonado, un robot siamés, y era un trabajo peligroso para un agente solo. Mientras buscaban un tubo transportador libre para viajar cómodos, se cruzaron con un grupo de jóvenes repartiendo volantes. Andrés se sorprendió al encontrar la tuerca prendida fuego en el papel que acababan de darle. Lo guardó en el bolsillo para estudiarlo luego, y volteó la cabeza intentado retener el rostro del muchacho en la memoria.
 Entraron al tubo, uno treinta segundos después que el otro, para salir en el otro extremo de la ciudad. Se trataba de una vieja zona industrial,  en las que los tubos de transporte y las modernas torres solares contrastaban con algunas chimeneas abandonadas, de cientos de años de antigüedad. El edificio al que se dirigieron no era ni uno ni lo otro. Se trataba de una fábrica de vehículos, que aunque estaban pasados de moda alguna gente todavía compraba. Bloqueando la entrada, dos oficiales de policía hacían guardia.
 Tras mostrar sus identificaciones, los oficiales explicaron la situación a Andrés y Warkus. El Bicarbonado era un robot siamés, con dos cabezas y tres metros de altura, diseñado para poder manipular maquinaria compleja él solo, o para hacer funcionar coordinadamente varias máquinas a un tiempo. Sus dos cabezas, aunque con procesadores distintos, usaban la misma fuente de energía. A pesar de ser llamado comúnmente “siamés”, el robot podía separarse en dos o ensamblarse a voluntad.
 El problema: alguien le ordenó manejar ácidos corrosivos para lo cual no estaba diseñado, y los vapores de estos alteraron el funcionamiento de sus circuitos. Resultado: el robot “enloqueció” y aniquiló a casi todos los operarios de la fábrica.
 Mientras Andrés hacía preguntas a uno de los oficiales con respecto a quién habría mandado al robot a hacer esas tareas inadecuadas, Warkus se alejó susurrando con el otro oficial. A pesar de sus problemas con la bebida, el olivadio tenía una capacidad de entenderse con las autoridades que Andrés no podía comprender.
 Cuando regresó a donde Andrés lo esperaba, Warkus cargaba un gran rifle positrónico. De esos que Andrés solo había visto disparar en las holopelículas. 
- ¡¿Estás loco?! ¿Qué hacés con eso?
- ¿No es preciosa? Convencí al oficial de lo fundamental que era que me la prestara. Nos vamos a enfrentar a un robot asesino.
- ¡Es un arma de guerra!
- Y esto es una guerra.
 Andrés no quería discutir con Warkus, y mucho menos con los oficiales tan cerca. Decidió entrar en la fábrica, convencido de que era un grave error. Haría todo lo posible para que el arma no fuera disparada: su tarea era reubicar a los robots para ser reparados o desmantelados, evitar su destrucción a menos que no quedara más opción. Andrés no dudaba de la inocencia de la máquina: alguien había hecho que manejara esos ácidos, alguien la había malogrado, y esa persona o extraterrestre era quien debía pagar. No el Bicarbonado.
 A medida que avanzaban, las luces automáticas de la fábrica iban encendiéndose. “Factor sorpresa descartado”, pensó Warkus. Andrés no parecía asustado, aunque miraba atentamente para todos lados. Los escombros y los restos de máquinas rotas se esparcían por doquier, adornados de forma lúgubre por los contorsionados rostros de las víctimas.  Siguieron los rastros que había dejado la destrucción del Bicarbonado, intentando ignorar los cadáveres de los obreros muertos. 
 Con cada paso que daban Andrés se sentía más inseguro. Un robot asesino era, habitualmente, tarea de las fuerzas policiales. Era destruido directamente. Alguien había puesto mucho dinero para que esa máquina fuera rescatada, o al menos algunas de sus partes.
 Eso, o querían ponerlo a él mismo en peligro. Descartó esa última idea por ser demasiado paranoica. Claro que últimamente se había enfrentado a más robots rebeldes que lo normal, y no se olvidaba de su enfrentamiento pandillero en el subterráneo, pero solo eran casualidades. De todas formas, aferró más fuerte su antigua llave de tuercas, compañera leal en cada misión.
 Warkus, con los sentidos embotados, tardó más en reaccionar:
-¡Cuidado!- gritó Andrés girando bruscamente.
 Pero el robot ya casi había atrapado a su compañero que se movió muy lentamente.
- No quiero hacerles daño- dijo la voz mecánica mientras el olivadio forcejeaba- ¡ayúdenme!
- Soltáme, pedazo de chatarra- Warkus ni había oído lo que decía el robot.
- Siamés- Andrés intentó no perder la compostura- ya sabés cómo es esto. Vamos a desactivarte para poder arreglarte.
- ¡No! Van a llevarme a desmantelar. Y está bien. Mis componentes son demasiado caros para dejarlos en un robot loco.- Y agregó soltando a Warkus: -No soy seguro. Pero van a necesitarme. Por lo menos hasta encontrar a mi otra mitad.
Andrés estaba sorprendido por la reacción del robot. ¿Acaso aceptaba su destino, así sin más?
- Cuando mi lado derecho enloqueció luché por controlarlo. Creí que en estado unificado iba a poder hacerlo, pero no fue así.
- Esto es fácil- dijo el Olivadio- Con destruir una mitad las dos se desactivan, no pueden funcionar autónomamente. 
- Warkus, eso es terrible! Claramente es solo una mitad del robot la que está dañada. ¿Cómo vamos a eliminar a ambas?
- Estamos hablando de vidas, Andrés. Vidas humanas. 
- No es una opción. Y estoy hablando en serio.- y agregó:
- Robot, llevanos con tu otra mitad. Te vamos a ayudar a controlarlo.

El robot los guió por un pasillo lateral. Warkus no le quitaba la vista de encima. Llegaron hasta una gran compuerta, y entraron a un depósito de sustancias tóxicas. A tres o cuatro metros del suelo, enormes caños atravesaban la habitación de lado a lado. Transportaban el ácido de un tanque hasta las máquinas que lo utilizaban. El mismo ácido cuyos vapores habían estropeado el funcionamiento del robot.
- Mi mitad debe estar por aquí. Después de cada ataque volvía a entrar en el cuarto, como si fuera su hogar…
De repente una luz roja iluminó el depósito, cegándolos. Cuando pudo volver a ver, el robot, la mitad sana del robot, la misma que los había guiado, yacía en el suelo con un agujero atravesándola de lado a lado. 
Andrés, furioso, se enfrentó a Warkus cuya arma aún humeaba.
- ¿Por qué hiciste eso? ¡Podíamos haberlo salvado!
Por toda respuesta, Warkus señaló hacia arriba, donde la otra mitad del robot colgaba, ya desactivada, de un caño. Un caño lleno de ácido, a punto de ser partido sobre sus cabezas.
 Después de explicar lo sucedido a las autoridades, éstas concluyeron que todo fue una trampa del robot. Andrés aun dudaba de qué hubiera pasado en caso de haber atrapado a las dos mitades. Si verdaderamente había un 50% de bondad en el autómata, o aún menos que eso, hubiera valido la pena el intento.