lunes, 5 de mayo de 2014

La ciudad en el erial



-Una vez estaba en el planeta Osíris. Había hecho un trabajo llevando una carga a Éden, su planeta gemelo y cuando estaba por entrar al hiperespacio para regresar a casa, choqué con un asteroide y debí aterrizar de emergencia. A diferencia de Éden que era poco menos que un paraíso terrenal, Osíris era principalmente un gran desierto, un erial, con pequeñas granjas de musgo y la ocasional ciudad-fortaleza móvil surcando con sus grandes ruedas los inmensos océanos de arena. Llegué a una de esas fortalezas; debía tener casi diez kilómetros de largo y no menos de cinco de ancho, y se movía incesantemente esquivando tormentas de arena, con un objetivo final desconocido para todos los habitantes excepto para los misteriosos Capitanes de los que nadie parecía saber nada. Ahí dentro, reinaba una tácita camaradería entre colegas viajeros espaciales.
Luego de haber recibido las coordenadas de aterrizaje, dejé mi nave en el taller y acordé con los técnicos que la reparasen a cambio de algunas piezas de repuestos que tenía en el depósito olvidadas desde hacía tiempo. Me ofrecieron un camarote durante mi estadía y una vez instalado fui a recorrer un poco la ciudad. Estaban los niveles superiores, donde se encontraban los habitáculos, camarotes, comercios, cantinas y los puestos de intercambio cercanos a las plataformas de aterrizaje. Vedadas en los niveles inferiores, se encontraban las salas de máquinas, las calderas y las habitaciones de los Capitanes. Nunca nadie los había visto y nada se sabía de ellos. Era increíble pensar que toda esa masa de maquinarias oxidadas, derruidas y rechinantes se mantuvieran en funcionamiento. Cabe aclarar que pasado el deslumbramiento inicial, el lugar resultaba bastante hostil y poco amigable. Los habitantes de la fortaleza eran, por lo general, mercenarios de paso o seres deseando escaparse de sus pasados, o de sus destinos.
Sin mucho que hacer, me dirigí a una cantina en el distrito comercial. Ahí dentro me acodé en la barra y me dediqué a leer una revista de actualidades que había comprado. Tenía más de un siglo de antigüedad ya que no llegaban publicaciones recientes a ese planeta. Al rato, escuché a mis espaldas una discusión que aumentaba en volumen y fuerza, eran dos hombres, ambos vestidos con ropa de cuero negro, que jugaban a las cartas. Aparentemente, el ganador se quedaría con un perro gris que los miraba entretenido. Ambos lo reclamaban como propio y ninguno daba el brazo a torcer. Al aumentar la tensión, el cantinero se me acercó y dijo que debía cobrarme en ese momento porque probablemente aquella discusión terminaría mal y no quería que en el revuelo de la pelea yo me escapase sin pagar la cuenta. No llegué a sacar el dinero cuando varios guardias entraron al local, dispuestos a detener la pelea que estaba por comenzar. Lejos de sentirse disuadidos, los dos hombres dejaron de lado sus diferencias y los atacaron abriendo fuego.
Pude escabullirme debajo de una mesa y llegar hasta la puerta de salida gateando mientras las balas zumbaban y el perro, por el que antes se peleaban, atacaba a un guardia a mi lado que había querido detener mi salida. Con la mirada le hice una seña al cantinero indicándole que le dejaba el dinero en una rendija de la entrada, y me alejé del lugar antes de que llegasen los refuerzos.-
-  Papá, ¿quién se quedó con el perro al final?-
- Creo que fue un empate. Desde la ventana de mi camarote pude ver como los dos hombres y el perro escapaban de la fortaleza en una verdadera antigüedad: un automóvil del siglo veinte; andando por el desierto hacia el atardecer.
Poco después, me avisaron que los arreglos de mi nave habían concluido y pude dejar aquel planeta desértico en el que la violencia y las amistades parecían forjarse día a día.-

2 comentarios:

  1. Ah! Es igualito a como son las cosas ahora que toda la familia se pelea por ver quién saca a pasear el perrito a la noche antes de irse a dormir.
    Idéntico.

    Saludos

    J.

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