lunes, 10 de febrero de 2014

Los árboles de la luna



Pedí una hamburguesa con papas fritas, pero no tenía hambre. Me entretuve mirando la gente a mi alrededor y esperando. Hasta que llegara la comida, por lo menos, tenía algo que hacer. Es que la tristeza a veces es eso, pasar de pequeñez en pequeñez. Pasar de una cosa a la otra sin disfrutar nunca ninguna.
- ¿Sos terrícola?- me preguntó la mesera.
Asentí con la cabeza. Acababa de llegar a la luna, y ya estaba cansado de explicar las razones de mi mudanza, que tampoco eran tantas ni tan graves. Me escapaba de un amor, me escapaba de una historia y de un dolor que sin que me diera cuenta se había subido conmigo a aquella nave.
 Hice un esfuerzo para comer parte de la hamburguesa. No había caso, no tenían el mismo gusto que las de la Tierra. Me recordé que yo mismo había buscado ese cambio, pero no me obligué a seguir comiendo. Pagué la cuenta y salí a caminar.
 No estaba acostumbrado a andar con traje todo el día. No estaba acostumbrado a la falta de gravedad. No estaba acostumbrado ni al suelo ni al cielo de la luna.
 Llegué a la zona de los Lagos Menwail. Los lagos fueron el primer intento del hombre por colonizar la luna. Por ese entonces tenían planificados grandes bosques y zonas habitables, donde la naturaleza y el hombre vivirían en armonía. Una gran cápsula separaba esa zona de oxígeno del resto del universo.
 Una vez adentro, me quité el casco y disfruté del aire más natural que podía conseguirse en el satélite. Recorrí el lugar maravillado. Los árboles se parecían vagamente a los que había en la tierra, pero sus hojas eran de tonos de verde que no creía posibles. Parecían de verdes oscuros y opacos cuando no les daba la luz, pero las que estaban expuestas al fuerte sol de la luna eran transparentes y brillantes.
 ¿Cómo podía haber estado triste? Había tanto por conocer, en la luna primero, y en el resto del universo después. Caminé entre ese paisaje fantástico, oyendo el cantar de aves y los pasos de pequeños roedores que no habían conocido otra cosa que este micromundo donde el sol duraba trece días y la noche otros trece.
 De repente, oí algo distinto. Un chapoteo, una voz. A través de las ramas bajas de los árboles, pude verla bañándose en el lago. Jugando con el agua. El mismo día que me prometí a mi mismo recorrer el universo, conocí la razón para volver a lo que sería mi hogar.
 Me le acerqué y sonreí. Ella también. 

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