El crucero de batalla recorría el cielo a máxima velocidad. Dentro, sentados alrededor de la mesa de operaciones del comando central, se encontraban los mejores agentes de U.R.R.A. Estaban Andrés, con su seriedad habitual; Slasth, el siniestro maltusiano, famoso por mantener un record de destrucción de objetivos superior al 95% por siete años terrestres consecutivos; y Coghland Myrth, mercenario de profesión, de quien las malas lenguas decían que se había sumado
a U.R.R.A. como parte de un programa gubernamental de reinserción de maleantes talentosos. En la cabecera estaba La Jefa y junto a ella Cyntheea que había sido llevada no por su experiencia sino por haber estado en el cuartel de U.R.R.A. haciendo horas extras justo cuando La Jefa recibió el llamado con la orden de actuar.
-Muy bien, damas y caballeros- comenzó diciendo La Jefa cuando todos hubiesen terminado de sentarse- la situación es la siguiente: hay un robot de destrucción masiva enloquecido suelto en Tokio 9 y nosotros tenemos que hacernos cargo. Sin lugar a dudas La Jefa sabía cómo llamar la atención de su grupo en las reuniones.
-¿Conocen esos eventos teleholográficos asiáticos donde un grupo de robots de guerra se enfrentan unos a otros hasta que solo uno quede en pie? Bueno, este es Tyranoblastus.
La imagen holográfica de un robot de 300 metros de altura, con una forma reminiscente a la de un dinosaurio bípedo carnívoro, pero cubierto por una armadura de placas y con un aguijón de plasma en la punta de la cola, apareció sobre la mesa frente a los agentes de U.R.R.A.
-Es el ganador de los últimos tres torneos y perdió el control luego de vencer a sus adversarios otra vez. Dicen que tras derrotar a su último enemigo los mandos de su controlador dejaron de funcionar y simplemente perdió el control. ¡Está atacando la ciudad desde hace veinte minutos y ya destruyó más de la mitad! Malditos burócratas, lanzaron una flota preventiva de aerovalkírias, pero descubrieron que el piloto del monstruo mecánico que debían destruir había muerto y cancelaron el despliegue porque “un robot sin dueño se encontraba por fuera de su jurisdicción”- continuó diciendo La Jefa frente a la mirada seria de sus empleados y agregó golpeando la mesa con el puño: -Borregos, infelices. ¡En el tiempo que tardé en reunirlos a ustedes ellos podrían haberlo detenido!
En ese momento un soldado bermudio entró a la habitación y le entregó una pantalla etérea a la Jefa. Esta leyó con atención, para luego soltarla y dejar que se evapore en el aire sin prestarle atención.
-Mensaje entregado- dijo el comunicador en el casco del soldado. Una luz amarilla se prendió en su mochila y partió apurado a seguir con sus obligaciones.
-¡Muy bien, señores!- continuó La Jefa -Dentro de diez minutos llegaremos a lo que quede de Tokio 9 y comenzaremos la operación “Último grito”-. Todos asintieron.
-Veo que trajeron sus herramientas de trabajo habituales, muy bien. Ahora voy a darles un obsequio de parte del Estado de Asia mayor por ayudarlos en este problema en Tokio 9-. Mientras decía estas últimas palabras seis pequeños robots de carga aparecieron con unas cajas. Las colocaron en el piso y las abrieron. En cada una había el equipo de acción que cualquier fanático de la tecnología experimental hubiese considerado increíble: cada uno tenía un escudo retráctil de diamantina pulida, un arnés propulsor adaptado para cada uno de los miembros del equipo, una antorcha nuclear; sumados al habitual campo de fuerza simbiótico y la corona de rastreo mental robótico.
Mientras se los colocaban, La Jefa agregó: -Voy a darle a cada uno de ustedes una mina E2. Estas minas generan un pulso electromagnético de 15 metros de radio que deshabilita al instante cualquier maquinaria más compleja que un reloj de arena. Es tecnología experimental que nos cedió un contacto que tengo en las fuerzas especiales. Funciona de mil maravillas, pero tiene poco alcance. No ocupan mucho lugar y vienen bien si se ven acorralados por Tyranoblastus. Eso es todo por ahora. El tiempo estimado de llegada es de siete minutos. Confío en que los sabrán aprovechar.
Mientras todos se levantaban de sus asientos y partían a prepararse para la misión, Cyntheea miró a Andrés. Su mirada, por un momento, lo preocupó.
-Quería desearte suerte- dijo ella.
-Gracias, pero no creo que haga falta-. Atinó a decir él, desconcertado por el efecto de esos ojos. De repente las luces de toda la nave se volvieron rojas al tiempo que la alarma comenzó a sonar.
-¡Estamos bajo ataque!- gritó una voz por los parlantes. La nave comenzó a sacudirse con violencia.
-¡A toda la tripulación, asuman posiciones de combate!- en solo un segundo un sonido agudo acompañado por una leve y sutil turbulencia dieron paso a una violenta sacudida.
-¡Nos dieron!- dijo nuevamente la voz de los parlantes. -¡Asuman protocolo de aterrizaje de emergencia!
Sin pensarlo, Andrés agarró a Cyntheea de la mano para intentar escapar de ahí. La nave estaba cayendo. Tyranoblastus los había descubierto y atacó a la distancia sin darles oportunidad de responder. Casi como si hubiese sabido lo que se proponían.
El aterrizaje, si podía llamárselo de esa manera, había sido brusco. Intentando mantener la estabilidad del crucero de combate los pilotos lograron rebotar en los techos de los rascacielos de Tokio 9 para frenar la caída y así evitar estrellarse de lleno contra el piso. Luego de unos segundos eternos la nave quedó detenida sobre lo que antes era un centro comercial. Tanto Andrés como Cyntheea estaban a salvo. No podía decirse lo mismo de La Jefa, que tenía fracturadas algunas costillas. A duras penas se mantenía consciente a causa dolor. Y Coghland Myrth tenía una de sus piernas seriamente lastimada.
–Cyntheea nos va a ayudar- dijo La Jefa a Andrés para dejarlo tranquilo.- En este crucero estamos a salvo, los soldados bermudios van a fortificar la posición en caso de que Tyranoblastus decida venir a terminar con nosotros. Slasth ya salió en su busca, te toca a vos también dar caza a Tyranoblastus.
Encontrar a Tyranoblastus en Tokio 9, a pesar de la extensión aparentemente infinita de la ciudad, no resultaba complicado. Solo hacía falta seguir el ruido de las explosiones causadas por la bestia mecánica, que arrasaba con todo lo que se encontraba a su paso. Recorrer los restos de la ciudad con el nuevo equipo también resultaba simple, el arnés propulsor resultaba un medio de transporte fantástico, permitiéndole realizar saltos de medio kilómetro de longitud en segundos. Andrés debía apurarse, Slasth tenía ventaja y no había manera de convencerlo para que no destruyese al robot.
Poco más de un minuto después, Andrés divisó a Tyranoblastus. Era aún más imponente que en la teleholografía. El robot pareció mirarlo, pero decidió atacar unos edificios que se encontraban en otra dirección. Eso le dio tiempo a Andrés de acercarse y situarse cerca de la central de mando en el pecho. Preparó la corona de rastreo mental robótico para intentar comunicarse con Tyranoblastus, pero un disparo lejano impactó en el blindaje del robot que enfureció y se giró para devolver el ataque con una llamarada volcánica salida de sus fauces. En ese movimiento Andrés perdió la conexión mental robótica y salió despedido por el aire, aterrizando en la terraza de un edificio cercano. Desde ahí pudo ver otro ataque, más cercano, tomar por sorpresa a Tyranoblastus, terminando de dañar su blindaje coraza dejando las maquinarias principales de su torso descubiertas, vulnerables al ataque final. Mientras el robot respondía el ataque distante con otra llamarada volcánica que incineró una cuadra entera, Andrés vio a Slasth con su arnés propulsor aterrizar en el edificio lindero y colocar un cañón remoto dispuesto para rematar a la gran bestia. Evidentemente su objetivo era estar lo suficientemente lejos como para salir indemne en caso de que el robot contraatacase nuevamente luego de alejarse y activar el arma a distancia. Andrés también vio que en el interior de Tyranoblastus había un pequeño reactor nuclear transportable, y supo que un disparo directo causaría una reacción en cadena capaz de arrasar con lo que quedaba de la ciudad. Sin perder un segundo, Andrés saltó al edificio donde estaba Slasth mientras que extendía su escudo retráctil de diamantina y disparaba con la antorcha nuclear hacía la cabeza de la bestia. Era un ataque a una zona protegida, pero su objetivo no era destruir al robot sino llamar su atención. Este respondió de inmediato y Andrés llegó a proteger con el escudo de diamantina a Slasth y a sí mismo de la llamarada volcánica que destruyó el cañón remoto junto con todo el edificio donde se encontraban. Por suerte el escudo de diamantina era capaz de proteger a ambos del ataque sin sufrir el menor daño. Sin embargo el edificio colapsó por las llamaradas y se desplomó.
Entre los escombros Andrés encontró a Slasth, herido, inconsciente, pero vivo. Tomó una cápsula de éter y colocó al maltusiano dentro, protegiéndolo de cualquier daño extra que pudiese sufrir. Luego buscó con la mirada, entre los escombros humeantes de Tokio 9 algún rastro que le permitiese encontrar a Tyranoblastus. Tras divisarlo, se acercó a él en pocos segundos gracias al arnés propulsor y, como antes, se instaló cerca de la central de mando en el pecho y activó la corona de rastreo mental para intentar sondear el sistema operativo del robot. Al instante Andrés descubrió que no había posibilidad de redimirlo, el sistema racional estaba sumido en un absoluto caos. Nada tenía sentido: órdenes contradictorias se sucedían sin lógica alguna, alertas de agresiones inminentes, de enemigos invisibles que se agolpaban y ejecutando ataques aleatorios sin fin. En el fondo, un solo comando se mantenía constante: destruir. Intentar razonar con la bestia resultaba imposible. En ese momento la mente del robot detectó al intruso.
–Te conozco- alcanzó a decir antes de apuntarse a sí mismo con el aguijón de plasma de su cola al hueco dejado por los ataques de Slasth. De inmediato Andrés se alejó lo más que pudo con el arnés propulsor y activó tanto su escudo retráctil como el campo de fuerza portátil que le habían regalado las autoridades de Asia mayor preparándose para el peor desenlace posible.
La máquina de guerra gritó por última vez mientras se inmolaba en una explosión atómica, fue un grito primal, surgido de lo mas profundo de las entrañas del tiempo. Generaciones de robots habían competido, y se habían despedazado para divertir al público. Tyranoblastus había sido el ejecutor de innumerables robots a los que consideraba sus hermanos, sin poder comprender sus actos. Finalmente la bestia había roto sus ataduras y desatado su furia primitiva sobre sus propios captores.
El último grito de Tyranoblastus dejó una marca imborrable sobre la humanidad que lo había creado para su divertimento. Poco después, los torneos entre robots de destrucción fueron prohibidos en todo el planeta. Sus armas desmanteladas y sus promotores llevados a juicio por fomento de la crueldad. Sin embargo, Andrés no podía considerarse feliz. No había podido evitar la destrucción del robot y, aún peor, antes de su final, este había dicho conocerlo. ¿Cómo era esto posible?
Sigamos jodiendo con la tecnología y así vamos a terminar...
ResponderEliminarSuerte
J.