domingo, 23 de agosto de 2015

6- Tuerca en llamas

Andrés tiró la escama metálica del Tyranoblastus sobre la mesa, y se dejó caer en su sillón.
-       ¿Qué es eso? – preguntó el robot Limpiador.
-       Un… souvenir.
-       La mayor parte de la gente trata de recordar sus logros, no sus fracasos, ¿Sabés?
Andrés no contestó. Hacía varios días que estaba alterado. El episodio con el dinosaurio robótico no lo dejaba en paz. Había hablado con el Limpiador, que resultó muy malo limpiando conciencias.  En el trabajo le habían dado la semana libre, para reponerse del viaje desde Asia mayor, pero él iba todos los días a la oficina hasta que lo mandaban de vuelta a su hogar.
 Ese día, por lo menos, había conseguido hablar con Cyntheea. Ella le consiguió, tal como él le había pedido, un fragmento del robot de combate. Se lo dio, aunque sin comprender el para qué. Ella confiaba en Andrés. Quizá más de lo que él le correspondía.
 No había mucho que hacer en la casa. El Limpiador se encargaba de las tareas domésticas. El holovisor estaba desconectado e iba a seguir así: casi todas las frecuencias de transmisión mostraban imágenes de Tokyo 9, y los esfuerzos que se estaban haciendo por reconstruir la ciudad y encontrar a los ciudadanos desaparecidos.
 Fue por aburrimiento que Andrés tomó su libreta y empezó a anotar nombres posibles:
-       Es hora de bautizarte, Limpiador.
El robot frenó en seco. No necesitaba un nombre, pero que le dieran uno era un acontecimiento enorme en su existencia. Casi tan importante como cuando se fue a vivir con Andrés.
 Andrés escribió y tachó varias opciones, hasta que tuvo una idea.
-       ¿Qué te parece “Sander”? Es un anagrama de Andrés.
 El robot corrió a abrazarlo y Andrés, aunque no respondió al gesto, sonrió sinceramente por primera vez en semanas. Después, mientras pensaba a qué iba a dedicar el resto del día, vio que Sander guardaba la escama metálica en una caja sobre la biblioteca. Ahí, junto a un ojo del robot siamés, había un papel blanco.
 Bajo la mirada analítica de Sander, Andrés tomó el panfleto. Un engranaje en llamas. Lo había olvidado. “Todos los días a la caída del sol”, decían las letras rojas sobre fondo negro. Y seguía: “los objetos no tienen alma”. Nada más.
 Andrés estaba decidido. Guardó su corona de rastreo mental robótico y un localizador de U.R.R.A. junto a su llave de tuercas en una mochila, y salió apresurado. Tomó un tubo transportador, y fue hacia la dirección que marcaba el folleto.
 Hasta que llegó a la zona del edificio no frenó a pensar en lo que hacía. Se dirigía a un lugar lleno de robofóbicos, sin avisarle a nadie más que al robot ilegal que escondía en su hogar. ¿Y si lo reconocían? Su cara había salido en varios noticieros. Sentía un impulso enorme por sacar la llave de tuercas de la mochila, pero eso lo haría aún más reconocible para el alienígena con el que se había enfrentado en el subterráneo.
 En contra de la prudencia, que le indicaba que debía irse y volver con refuerzos, o al menos avisarle a Warkus, Cyntheea o a la Jefa, la lógica le decía que habría suficiente cantidad de gente como para pasar desapercibido. Sin embargo, para sentirse más seguro, se compró un sombrero de copa en un puesto ambulante en la esquina.
 Los sombreros de copa se habían puesto de moda hacía unos años entre los robofóbicos, como respuesta a los sombreros mecánicos que se habían inventado ese mismo año. Como disfraz era bastante obvio, pero no tenía tiempo de crear algo más elaborado.
 Dobló en una esquina y, finalmente, llegó a la dirección marcada. En el camino se le habían unido varias personas: muchas con sombrero de copa y unas pocas con túnicas, similares a las que llevaban los alienígenas con los que se había enfrentado en el subterráneo. La mayoría eran humanos, pero pudo detectar un reptiloide, un Hurgano, y algunos otros que estaban tan cubiertos que era difícil determinar su especie.
 Llegaron a lo que había sido, antiguamente, una fábrica de robots. Andrés, por dentro, rió por la contradicción. Seguramente ellos le dieran al uso de ese edificio una interpretación simbólica, pero para Andrés allí estaban creando precisamente lo que combatían: seres sin alma.
 La congregación se reunió frente a un escenario. Tras una larga espera en la que Andrés captó a medias decenas de conversaciones robofóbicas, un orador se acercó al micrófono.
-       ¡Sabemos por qué están aquí!- exclamó el orador. Vestía una túnica roja y brillante, distinta a la marrón parda de todos los demás.- Estamos hartos nosotros también, y por eso los entendemos… ¡Hartos de un mundo pensado para máquinas!
 Una enorme ovación interrumpió al orador, que levantó sus manos pidiendo silencio para continuar:
-       ¡Estamos hartos de un mundo sin alma! ¡Hartos de que aparatos que nosotros, por error, creamos, piensen que son mejores que las personas! Pero el fin está cerca y pronto demostraremos el predominio de la carne sobre el metal, de la sangre sobre el aceite, del espíritu sobre la electricidad, ¡y esto es solo una pequeña muestra!
 Mientras hablaba, tres sectarios, cubiertos con sus túnicas, habían arrastrado a un maltrecho robot al escenario. Sus brazos neumáticos estaban prácticamente destruidos, sus ojos titilaban intentando mantenerse prendidos, y, a simple vista, se notaba que estaba a punto de desactivarse.
 Andrés no iba a permitir una destrucción pública de un robot, un linchamiento. Pero no podía actuar solo contra tanta gente. Disimuladamente, activó su localizador de U.R.R.A. con alarma nivel 3, lo que quería decir que pronto llegarían refuerzos.
 Para ganar tiempo antes que hirieran al robot, Andrés señaló a un sujeto al azar:
-       ¡Un robot! ¡Un robot espía! ¡Ese que está ahí es un robot! – gritó con todas sus fuerzas.
 Fue suficiente para desatar un caos infernal. Los asistentes, sobre todo los de sombrero de copa, soltaron toda su violencia contenida sobre el desafortunado, hasta que notaron que sangraba. Después, por las dudas, siguieron golpeándose unos a otros para ver quién era el robot.
 Mientras los sectarios vestidos de túnica intentaban controlar la situación, Andrés aprovechó para trepar al escenario, llave de tuercas en mano, y empujó a los encapuchados, alejándolos.
-       ¿Podés caminar? – preguntó al robot.- Voy a sacarte de acá, no temas.
-       ¿Vos sos idiota o te hacés?- respondió.- No soy un robot, soy un actor. ¡La destrucción pública de robots es ilegal!

 La policía y algunos agentes de U.R.R.A. se encargaron de manejar el caos, y el escándalo posterior. Mientras algunos hablaban con los medios de comunicación, la Jefa estaba reunida con Andrés.
 Después de la larga charla que mantuvieron, Cyntheea le acercó un café a Andrés. Ya era casi el amanecer.
-       ¿Qué te dijo? La Jefa parecía realmente preocupada.
-       Y no es para menos. Nos metí en un lío. Parece ser que hay hace tiempo agentes infiltrados en estos grupos pseudoespirituales, pero hasta ahora no lograron incriminarlos como organización en nada más grave que apología del delito. Ahora me conocen, y me odian. Y son bastante peligrosos. Tendré que estar fuera de acción un tiempo, pero no sé cómo. Nunca lo hice, no puedo. ¿Me ayudás?
Aunque Cyntheea sonrió internamente, mantuvo la seriedad mientras asentía:

-       Por supuesto, colega.

1 comentario:

  1. La complejidad de las historias va en aumente... fantástico. ¿Veremos algo similar antes de desaparecer en el más absoluto de los vacíos?

    Saludos

    J.

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