Algunos decían que sería un viejo con barba larga y ropa andrajosa. Otros aseguraban que no tendría más de treinta años. Lo
que sí se sabía era que aparecería por primera vez esa noche, en las afueras de
la ciudad más poblada de Écuer.
No era un viaje de negocios. Fui por mi propio
deseo de ver el acontecimiento en persona. Me había llegado el rumor en una de
mis entregas, que me había llevado a un planeta del mismo sistema solar que
Écuer. Una vez al año, según me habían dicho, todos los habitantes del planeta
se reunían en la calle central de su ciudad capital donde el Orador les daría
la forma de volver a la luz.
Écuer fue una de las primeras colonias humanas
abandonada. Se envió una sola camada de colonos, que fue olvidada en la vorágine
de los primeros tiempos de viajes interplanetarios. Es que los inexpertos
exploradores de ese entonces estaban más que satisfechos al encontrar un
planeta con oxígeno y agua en cantidades similares a la tierra, pero no notaron
la presencia de un extraño virus en el aire. Los primeros habitantes del planeta no
tardaron en entender que este virus, que transmitía una enfermedad mortal,
necesitaba de la luz para desarrollarse. La primera medida que tomaron,
entonces, fue la de prohibir la vida diurna fuera de las viviendas
herméticamente protegidas.
Las generaciones pasaron y los Ecuerianos se hicieron
inmunes al efecto del virus, pero sus costumbres estaban fuertemente
arraigadas, y sus cuerpos adaptados a la vida nocturna. Fue ahí cuando surgieron
las primeras leyendas, porque a pesar de todo algo dentro de ellos seguía
pidiéndoles el regreso a la luz. La más popular sugería que el
Orador, un profeta similar a los de las religiones antiguas de la tierra, los
devolvería a la luz el sexto día del inicio de uno de sus años.
Miles de miradas de ojos grandes y brillantes
acompañaron la llegada de mi nave. No estaban acostumbrados a recibir visitas
de otros planetas, y menos un día especial como ese. Caminé entre la multitud, buscando sin éxito el punto que los
congregaba. Me acerqué a un grupo de jóvenes, me presenté, y les pregunté dónde
llegaría el Orador. Una joven de nombre Duanna me señaló el punto preciso, a lo
lejos, del que hablaban las leyendas.
En mis viajes conocí a varias criaturas
increíbles, a algunas de las personas más sabias del universo, y me enfrenté
también con fuerzas atemorizantes… pero nunca me había encontrado con un
profeta de la antigüedad. Mi curiosidad me exigía seguir adelante, y yo deseaba
con todas mis fuerzas que ese fuera el día en que la leyenda se cumpliera.
Abriéndome paso entre la gente, llegué al fin
del camino. La multitud formaba un círculo de varios metros de diámetro
alrededor de una roca, esperando al que fuese a subirse a ella y decirles las
palabras que cambiarían sus vidas.
Volver a la luz no era solo un capricho.
Significaba, entre otras cosas, poder realizar viajes espaciales, conocer otros
planetas y aprender de ellos. Su vida, por completo a oscuras, los mantenía
aislados.
El expectante silencio cargaba el aire de
tensión. Nadie se movía. Pasaron las horas, y nada sucedía. En poco tiempo
amanecería. Los concurrentes, decepcionados, empezaron a abandonar el lugar de
a cientos. Yo no quería resignarme, quería experimentar en carne propia lo que
se sentía ante un mundo cambiando radicalmente en un solo momento.
Alguien puso una mano en mi hombro.
-
Parece que hoy no es el día…- me dijo Duanna- mejor irnos antes de que salga el
sol. Puede ser peligroso.
Quise explicarle que no le temía a la luz,
pero no me dio tiempo y empezó a caminar. La seguí, junto al grupo de jóvenes,
de regreso a su refugio. En el camino, me preguntaron de dónde era.
-
¡Sos un diurno!- exclamó uno-. ¡Tenés que contarnos como es vivir bajo el sol!
Volví a
la luna, varios días después, todavía un poco decepcionado. Había llegado a
creer que una sola persona podía cambiar todo un mundo. Lo bueno es que me
había hecho un nuevo grupo de amigos, personas muy interesantes que día a día
trabajan para acercarse a la luz.
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