El aeroplano volaba suave, silencioso y veloz
sobre el extenso desierto. Siglos atrás esa zona había sido parte de una
próspera plantación de maíz, pero el entonces inexorable calentamiento global y
los malos manejos en materia de manipulación genética de las especies plantadas
volvieron a la zona un árido desierto sin vida. Un océano de arena
interminable, kilómetros y kilómetros de un páramo brillante que no podía
albergar vida alguna.
En su desesperación frente a la ruina inminente,
la nación que entonces ocupaba este territorio decidió lanzarse en una campaña
bélica por el mundo, pero a cambio recibió una veloz respuesta en forma de
lluvia de bombas que arrasaron por completo con lo que quedaba de aquella
decadente sociedad. Solo la destrucción había quedado como recuerdo; nada podía
vivir ahí, porque nada había quedado. No en vano lo llamaban el “gran
desierto”, era el recordatorio de la última vez que los habitantes de la tierra
habían intentado aniquilarse unos a otros.
Así de vacío podía haberse sentido
Andrés, si tan solo se hubiese tomado el trabajo de mirar dentro suyo para
intentar comprender qué era lo que le ocurría. Nunca antes en su vida se había
sentido de esa manera. Las manos firmes sobre el mando, la mirada fija en el
horizonte que solo se movía para mirar los instrumentos y el mapa. Cada vez que
el aeroplano se acercaba al final del desierto Andrés cambiaba el rumbo con el
objeto de seguir dentro indefinidamente. No quería regresar a la civilización,
no se sentía listo para abandonar el desierto. Sentía una compulsión por mirar
el horizonte, por sentir que ese vacío que lo invadía
tenía una correlación con el mundo circundante. Lo único que podía hacer era
asegurarse de que la visión del mar de arena, del silicio hecho añicos, y de la
radiación residual del ambiente, fuesen los únicos testigos de su soledad y sus
únicos compañeros. Y sin embargo, a pesar de sus esfuerzos por mantenerse
abstraído, había un nombre que se le aparecía con más fuerza cada vez que
lograba apartarlo de su conciencia: Cyntheea. ¿Quién era ella para perturbarlo
de esa manera? Una empleada administrativa de URRA que se esforzaba por resaltar
ante los ojos de La Jefa. Pero ya no era solo eso. En las últimas semanas,
desde que Andrés había tenido que pausar su actividad en U.R.R.A., Cyntheea
había estado a su lado. Él no sabía hacer otra cosa más que trabajar, fue ella
quién le enseñó todo un mundo de cosas por hacer fuera de su trabajo.
Acompañado por una persona como ella,
simpática, inteligente, creativa, Andrés había vuelto a divertirse como no lo
había hecho en años. Y también habían encontrado la ocasión de ayudar a algunos
robots, claro. Como ese robot cocinero encerrado en el restaurante al que
habían ido a cenar. Rompieron un poco las reglas de U.R.R.A., pero eso nadie
podría saberlo.
Y con el pasar de los días, ella empezó a
ocupar un espacio en su vida. Y su vida le pedía hacerle espacio. Pero ¿podía
contarle de “Sander”? ¿Cómo explicaría el tener un robot ilegal en su casa?
¿Entendería ella que él no era solo el frío, calculador, lógico, agente de la
Unidad, sino que además había estado actuando por impulsos que no llegaba a
comprender?
Andrés necesitaba irse. Los pensamientos
encontrados no eran su fuerte. Lo único que quería era estar lejos de todos.
Por eso no avisó a nadie, ni siquiera a Sander, cuando se subió al aeroplano
que ahora recorría el desierto.
Al caer la noche en el desierto Andrés miró
los controles una vez más. Las baterías solares se habían cargado por completo,
si lo deseaba podía seguir volando toda la noche sin tener que detenerse. Para
cuando saliese el sol las baterías volverían a recargarse, técnicamente el
aeroplano podría volar indefinidamente. Eso le daba a Andrés una sensación de
tranquilidad y la seguridad de no tener que detenerse nunca. Sin embargo, poco
después de la medianoche los instrumentos indicaron algo que no debería
ocurrir: a unos pocos kilómetros de distancia una figura humana caminaba en la
noche. Llegar hasta ahí le tomaría al aeroplano menos de un minuto, por eso
Andrés prefirió tomarse un tiempo para investigar a aquel ser. Podía tratarse
de alguna trampa, o quién sabe qué. Ningún ser vivo era capaz de soportar el
desierto demasiado. Incluso si se resguardaba del día y viajaba de noche, no
había agua potable ni alimentos en un radio amplísimo. Como decía un refrán de
la antigüedad humana: la curiosidad mató al gato; Andrés no pudo consigo mismo
y se dirigió al encuentro del vagabundo.
Era un hombre desnudo, de edad
mediana y rostro sereno, que simplemente caminaba decidido por el páramo
nocturno. Andrés dejó su nave a una distancia prudencial y se armó con un
pulsor eléctrico escondido por si acaso. Al verlo acercarse, la figura en la
noche detuvo su andar y lo observó directamente. Luego levantó la mano derecha
mostrando su palma a modo de saludo y, finalmente, pronunció unas palabras que
resultaron inentendibles a Andrés:
-¡Di kutú niel sabrok!
–Lo siento, no comprendo tu idioma- respondió
Andrés, mientras levantaba su mano copiando a su interlocutor.
-Tekeli li terbole khim.
<Circuitos intuitivos de identificación de idioma activados. > ¡Hola
extraño! Espero que en este idioma podamos comunicarnos, de lo contrario vuelve
a hablar para que mis circuitos intuitivos busquen otras similitudes fonéticas.
-Estamos hablando el mismo
idioma, sin dudas. Me llamo Andrés Dioyo. ¿Quién sos y que hacés solo en este
desierto?
-Mi memoria me ha mostrado que en
mi lugar de origen se me solía llamar Anomalía. Pero eso fue hace bastante, no
sé cuánto. En el desierto las tormentas de arena son frecuentes y es muy fácil
perder la noción del tiempo dentro de una- respondió al tiempo que miraba al
horizonte y recreaba con sus manos la mímica de una tormenta.
Andrés comprendía muy bien lo que ocurría, se
había encontrado con un robot perdido, abandonado por sus creadores, desterrado
a ese desierto sin fin. No podía hacer
nada por él, la última fábrica de robots de esa zona había desaparecido hacía
más de cien años. Quién sabe por cuánto tiempo había estado Anomalía vagando
sin rumbo. Con un gesto le indicó al robot que lo espere y fue a buscar la
tienda de campaña y las provisiones que tenía guardadas en su aeroplano. –Voy a
preparar un campamento para pasar la noche juntos, Anomalía- atinó a decir
antes de armar la tienda. –No creo poder ayudarte a encontrar tu lugar de
origen pero por lo menos podemos hacernos compañía-
Anomalía lo ayudó cuanto pudo,
sus procesos lógico-cognitivos, así como su matriz de razonamiento estratégico
lo guiaron en la forma más eficiente de preparar el campamento. Al poco tiempo
estaban sentados frente a frente, uno a cada lado de una fogata. Andrés apagó
todas las luces del campamento, solo las llamas los iluminaban. La noche,
estrellada, sin la interferencia lumínica de ninguna ciudad, los cubría.
-Es raro, ¿sabés? Hace casi dos
días que viajo sin detenerme. Creía que escapaba de gente malvada, pero en
realidad me estaba escapando de mí mismo- dijo Andrés mientras miraba el cielo.
-Creo que puedo comprenderte-
respondió Anomalía –si bien mis circuitos lógicos pueden explicarme el
funcionamiento de muchas cosas, en el fondo no puedo tener sentimientos. Pero
por analogía puedo ponerme en tu situación y entender cómo te sentís- Andrés
sintió curiosidad. ¿Desde cuándo un robot estaba programado para tener empatía?
Anomalía continuó:
-Estuve recorriendo este páramo por mucho
tiempo. Mis archivos de memoria se tornan confusos si busco demasiado, antes de
estar caminando por el desierto solo tengo recuerdos fragmentados, como cuando
me llamaron “Anomalía” y me expulsaron aquí, a esta nada interminable. Mi
construcción es perfecta, los mecanismos de autoregeneración me mantienen en
óptimas condiciones y mi única preocupación es intentar evitar las tempestades
de arena porque alteran mis circuitos y a veces puedo apagarme sin saber cuándo
volveré a estar activo. En mis caminatas encontré cosas increíbles: ciudades
abandonadas; restos de expediciones fracasadas o poco preparadas para
enfrentarse a este ambiente tan hostil; incluso tuve contacto con seres de
otros planetas que me buscaron, curiosos, por mi unicidad. Dada mi condición de
autómata nada de esto jamás tuvo efecto alguno en mí, más allá de lo analítico
por supuesto. Lo que pasaba es que aún no comprendía mi propósito, simplemente
existía como un robot que vagaba sin órdenes y sin saber por qué. Ahora lo sé…
- Al terminar de decir esto Anomalía se incorporó y comenzó a mirar al
horizonte, como buscando algo.
-¿Qué pasa, Anomalía?- le
preguntó intrigado Andrés.
-Como decía, mis recuerdos son
difusos, pero en todos estos años pude esbozar un rudimentario mapa de la zona.
Según los archivos de la biblioteca de referencias los antiguos navegantes
humanos usaban la posición de las estrellas para guiarse. Creo que con todo
este conocimiento acumulado voy a ser capaz de encontrar el lugar donde fui
ensamblado.-
-¿Vas a buscar tu hogar? Este
continente está desierto, no hay nada de nada a nuestro alrededor- Respondió Andrés
mientras se prendía un cigarro.
-¿Hogar? Sí, ustedes lo llamarían
así. ¿Desierto? Probablemente, pero por primera vez en todo este tiempo tengo
un objetivo. Cuando llegaste dijiste que estabas escapando de vos mismo. Todo
este tiempo, sin poder entenderlo, yo estaba haciendo lo mismo. Ahora lo
comprendo- al decir esto el robot se acercó a Andrés y le estrechó la mano. –Adiós
humano.- y se marchó rápidamente, perdiéndose en la noche sin dejar rastro.
Andrés prendió un cigarro en
silencio, contemplando las estrellas. Pensó en todo lo que había dejado atrás:
su vida cotidiana, su trabajo, Cyntheea…
Se despertó antes de que saliese
el sol y, como Anomalía, partió de regreso a su hogar, sin saber qué era lo que
iba a encontrar y, sobre todo, contra qué demonios debería enfrentarse para
dejar de sentirse solo.
puede que el hogar de anomalia sea algun laboratorio perdido bajo tierra, quizas aun exista y pueda encontrarlo..
ResponderEliminarCada persona es un desierto, un infinito, el vacío y el infierno en sí misma. Pero no siempre en cantidades similares.
ResponderEliminarSaludos
J.