Se sacó la arena de los zapatos en la puerta, antes de entrar. Se acomodó un poco el pelo y la ropa, y abrió. Cyntheea fumaba, sentada en la mesa del living, mientras Sander pulía unos adornos metálicos. El cenicero estaba lleno. Cuando llegó Andrés el ambiente se soltó como una bandita elástica demasiado estirada.
- ¡Andrés! ¿Dónde estabas? No puedo explicarte el miedo que tenía, ¿estás bien? ¿Qué te pasó?
El agente recibía los besos, abrazos, y las preguntas con mucha vergüenza. Necesitó de todo su valor para explicarle que no lo habían secuestrado, que no había pasado nada, que había necesitado irse pero por otras razones que él mismo no comprendía del todo.
Cyntheea fue pasando del miedo al alivio y del alivio al enojo a medida que escuchaba. Cuando Andrés terminó de contar su historia, Cyntheea estaba furiosa:
- ¡Insensible! ¡Nosotros acá creyéndote en peligro, y vos toda la noche paseando y hablando con robots vagabundos!
- ¿No entendiste nada de lo que dije? ¿Nada? Mis nuevas comprensiones… mi dolor…
- No me hables de dolor, ¿sabés? Vos no sentís dolor, ¡vos no sentís nada!
Cyntheea dejó la casa dando un portazo. No era la respuesta que Andrés esperaba. Para él, la noche en el desierto había sido una experiencia magnífica. Aturdido, tardó unos cuantos segundos hasta decidirse a salir detrás de ella.
Pudo verla doblando la esquina pero había mucha gente en la calle, demasiada para una zona tan tranquila de la ciudad. No pudo correr. Pidiendo permiso, chocando varias veces, Andrés se abrió paso lentamente entre la multitud. Era imposible alcanzarla antes que ella llegara al tubo transportador.
Rendido, Andrés decidió volver a su casa. Antes de llegar, una señora lo encaró:
- Pobrecito, se te ve abatido. ¿Era amigo tuyo?
Recién en ese momento Andrés se percató de que la multitud, que iba en aumento, rodeaba un accidente ocurrido a metros de su casa.
No quiso averiguar nada, y menos ver. No era impresionable, pero tampoco morboso. Y además tenía memoria fotográfica, y no quería tener presentes esas imágenes en ese momento de su vida.
Entró y encendió el filtro sonoro, para que las sirenas de los policías y ambulancias que empezaban a llegar no alteraran su sueño. Se acostó, pensando en Cyntheea, en el robot del desierto, en el accidente, y en Cyntheea otra vez.
Despertó tras una noche sin sueños. Todavía no debía ir a trabajar, el peligro de la secta robofóbica no había pasado del todo, pero recibió un holomensaje de la Jefa que decía que debía ir urgentemente a verla.
Cuando llegó a las oficinas de U.R.R.A. varios agentes, Warkus entre ellos, se acercaron a él con seriedad en sus rostros. Andrés buscó a Cyntheea con la mirada, sin éxito. Al parecer no estaba en la oficina, o se había ido a su llegada.
-Tenemos que ir al taller inferior, Andrés- indicó la Jefa. Y dirigiéndose a Warkus: -Acompañános, por favor.
- ¿A la morgue?- se sorprendió Andrés.
El taller inferior, en el último subsuelo del edificio de U.R.R.A., era un depósito donde se guardaban las partes de robots que aún podían servir en investigaciones, y por lo tanto no podían ser reutilizadas ni recicladas. En broma, los agentes solían llamarla “la morgue”.
- Esto puede ser un poco fuerte, Andrés. Pero la única forma de que entiendas nuestra situación es mostrándote lo que hay en este cuarto. Te prometo que vamos a llegar al fondo de este asunto lo más rápido posible.
Andrés ya no quería más preámbulos. Nunca había visto a la Jefa así de nerviosa, y eso no era algo agradable de presenciar.
Entraron y había un bulto tapado por una sábana sobre una mesa.
-Esto lo encontramos en lo que pareciera ser, a simple vista, un accidente… Un accidente que sucedió anoche a metros de tu casa- dijo Cyntheea descubriendo al robot.
Andrés se encontró con una versión robótica y destrozada de sí mismo. Tenía los ojos vacíos y muchos tejidos externos rotos, pero fuera de los daños la réplica era impresionante.
- ¿Sabés por qué alguien haría algo así? – le preguntó Warkus.
Andrés no contestó. Hipnotizado, se acercó al robot y levantó la cabeza robótica, que se desprendió fácilmente del cuerpo. De repente, y en contra de todas las posibilidades técnicas de un robot en ese estado, una de sus manos empezó a moverse frenéticamente. La Jefa gritó, y Warkus, sobresaltado, desenfudó su arma. Pero Andrés, que en estas últimas semanas se había enfrentado a más amenazas que un agente normal en varios años, simplemente observó, analítico.
- Creo que está escribiendo- dijo.- Traigan papel y lápiz.
Warkus salió corriendo, mientras Andrés y la Jefa miraban la mano robótica casi sin pestañear. Cuando volvió, pusieron el lápiz en los dedos metálicos y acercaron el cuaderno que el reptiloide había traído.
“…sé Yuspeto 433 Dr José Yuspeto 433 Dr José Yuspeto 433 Dr José…”
Era una dirección. Y una bastante cercana, en la misma ciudad. Ni su jefa ni su amigo intentaron detenerlo. Sabían que la mejor forma de ayudarlo y de resolver el misterio era acompañarlo. Además, confiaban plenamente en él.
No tomarían el tubo transportador ni el transporte público. Lo mejor era contar con movilidad propia. Viajaron en uno de los vehículos de U.R.R.A. En el camino, Warkus y la Jefa llenaron de preguntas a Andrés hasta entender realmente que él sabía casi tan poco como ellos.
Llegaron a la dirección señalada y miraron el lugar antes de frenar el auto del todo. Era una casa antigua, enorme, con techo a dos aguas y todas sus ventanas tapiadas. En el jardín delantero había muchas estatuas y estatuillas de robots célebres: Espero escapando del robot-medusa; V12, el primer robot con verdadera inteligencia artificial; Domestio, el primer robot doméstico; y varios más. La mayoría tenían varias extremidades rotas, como si alguien se hubiera entretenido golpeándolas con una barra de metal.
Bajaron del auto y fueron hacia la casa esquivando una gran cabeza robótica de mármol que les impedía el paso. Tanto la Jefa como Warkus habían desenfundado sus armas. Andrés ni siquiera había traído su llave de tuercas, única protección que solía llevar. Para sorpresa de sus compañeros, simplemente se acercó a la puerta y tocó el timbre.
- ¿Quién es?- preguntó una voz extrañamente familiar.
- Andres Di’oyo, agente de la Unidad de Relocaliza...
Una chicharra interrumpió a Andrés, indicándole que le estaban abriendo con un portero automático. Entró, seguido de sus colegas.
La casa era totalmente convencional, también por dentro, pero se la veía descuidada. No había restos de comida ni ese tipo de mugre, pero sí mucha tierra y polvo. También había una gran cantidad de libros tirados, con sus hojas sueltas y desparramadas. La voz habló desde la oscuridad de un rincón, y a Andrés le recordó su primer encuentro con Sander.
- Acá no hacen falta armas.
- Eso lo vamos a decidir nosotros- reaccionó Warkus, apuntando hacia la voz.
- ¡Mostrate!- exigió la Jefa.
Nada ocurrió. Hubo unos momentos de suspenso. En realidad, no tenían autoridad para ingresar armados a un hogar en el que no hubiera robots del Tipo 3. Si había un hecho de violencia, los tres se encontrarían en gravísimos problemas legales. Andrés, repentinamente, salió del letargo en el que se encontraba desde hacía un rato largo.
- Déjenme hablar a mí- pidió. Y dirigiéndose a la voz: -Ya sé quién sos, robot. Necesito verte, sabés que sino no voy a poder aceptarlo.
Al pedido de Andrés, el robot salió de su escondite en la oscuridad. Parecía el reflejo de un espejo. La Jefa y Warkus se quedaron petrificados. A pesar de haber visto al robot del supuesto accidente, encontrarse con una máquina idéntica a su amigo era muy fuerte. Andrés, por el contrario, parecía relajado. Más relajado que jamás en su vida.
El robot comenzó un monólogo que ninguno de los otros tres se atrevió a interrumpir.
- Mi nombre era Horacio, cuando creía ser humano. Era historiador, especializado en historia robótica. También, como habrán visto, coleccionaba estatuas de robots célebres. Creía ser una persona normal. Nunca me enamoré, ni tuve un ataque de furia o depresión, pero creía haberlos tenido. ¿Quién sabe realmente qué es el amor? ¿Quién puede comparar lo que cree que es tristeza con la tristeza de otros? Solo ahora veo que lo que tenía eran emulaciones, sensaciones artificiales.
“Un día descubrí al primero. Se llamaba Rubén, y era mecánico de robots. Una copia exacta de mí mismo. Ambos huérfanos, creímos haber encontrado un hermano gemelo. Ahí empezaron las investigaciones. Fuimos, lentamente, develando la verdad. Vos también, Andrés, creés haberte criado en la Casa de Niños Rolestoy, demolida cuarenta años atrás y cuyos archivos se perdieron. Todas las copias lo creen. Creo que es parte de un plan. Voy a contarte la versión corta de la historia: no somos gemelos. Somos robots. Un nuevo tipo de robots.
“Nuestro sistema es tan complejo que las diferencias con los humanos son casi indetectables. Fue muy duro aceptarlo. Rubén… Rubén me acompañó durante todo el proceso. Descubrimos quién fue nuestro creador, aunque no el por qué de semejante monstruosidad. Criarnos como humanos, para darnos cuenta luego que somos meros instrumentos de una voluntad anterior, que seguramente solo está experimentando con nosotros como conejillos de indias.
“Descubrimos a Grauna. Encontramos uno de sus laboratorios abandonados, y en él había un diario. No me lo pidas, ya lo destruí. En resúmen, decía que eramos siete. Cada uno más elaborado que el anterior. Y que un octavo, una versión final, estaba en camino para probar su teoría.
“Pero nosotros no íbamos a dejarlo. Nuestro propósito en la vida, si se le puede llamar vida a esta existencia artificial, se volvió hacer fracasar el experimento: nos llevó años encontrar a los otros cinco robots. Pero lo hicimos, y los aniquilamos. Y ahora solo nos faltaba el último, el más perfecto, el más humano.
“Pero descubrí algo fatal. En algún momento Rubén se arrepintió de lo que estábamos haciendo. Creo que temía que, después de matarte, yo nos matara a ambos. Esa libertad que supuestamente solo está destinada a los humanos y nunca a las máquinas: la de elegir la muerte frente a la opresión. Y es precisamente lo que iba a hacer. Por eso vigilé tu casa día y noche, y lo atropellé con un auto antes de que llegara a avisarte.
“Y ahora, como si fuera un villano de un dibujo animado, te estoy hablando para hacer tiempo mientras la bomba que programé te reconoce. Toda la casa es una trampa, Andrés, y vos y yo ya estamos condenados, destinados a hacer fracasar a Grauna.
Mientras Horacio develaba sus intenciones suicidas, Andrés y sus compañeros empezaron a correr hacia la puerta. La casa se derrumbó sobre sus cabezas con una gran explosión.
Si tuviera un duplicado lo enviaría a cumplir con mi trabajo, y a las convenciones de historietas, mientras me quedo en casa escribiendo... ¿se puede?
ResponderEliminarSaludos
J.
Quizá ya lo estás haciendo...y a Boedo va tu doble. ¿Cómo saberlo?
Eliminar