Pedí
una hamburguesa con papas fritas, pero no tenía hambre. Me entretuve mirando la
gente a mi alrededor y esperando. Hasta que llegara la comida, por lo menos,
tenía algo que hacer. Es que la tristeza a veces es eso, pasar de pequeñez en
pequeñez. Pasar de una cosa a la otra sin disfrutar nunca ninguna.
-
¿Sos terrícola?- me preguntó la mesera.
Asentí
con la cabeza. Acababa de llegar a la luna, y ya estaba cansado de explicar las
razones de mi mudanza, que tampoco eran tantas ni tan graves. Me escapaba de un
amor, me escapaba de una historia y de un dolor que sin que me diera cuenta se
había subido conmigo a aquella nave.
Hice un esfuerzo para comer parte de la
hamburguesa. No había caso, no tenían el mismo gusto que las de la Tierra. Me recordé que yo mismo
había buscado ese cambio, pero no me obligué a seguir comiendo. Pagué la cuenta
y salí a caminar.
No estaba acostumbrado a andar con traje todo
el día. No estaba acostumbrado a la falta de gravedad. No estaba acostumbrado
ni al suelo ni al cielo de la luna.
Llegué a la zona de los Lagos Menwail. Los
lagos fueron el primer intento del hombre por colonizar la luna. Por ese
entonces tenían planificados grandes bosques y zonas habitables, donde la
naturaleza y el hombre vivirían en armonía. Una gran cápsula separaba esa zona
de oxígeno del resto del universo.
Una vez adentro, me quité el casco y disfruté
del aire más natural que podía conseguirse en el satélite. Recorrí el lugar
maravillado. Los árboles se parecían vagamente a los que había en la tierra,
pero sus hojas eran de tonos de verde que no creía posibles. Parecían de verdes
oscuros y opacos cuando no les daba la luz, pero las que estaban expuestas al
fuerte sol de la luna eran transparentes y brillantes.
¿Cómo podía haber estado triste? Había tanto
por conocer, en la luna primero, y en el resto del universo después. Caminé
entre ese paisaje fantástico, oyendo el cantar de aves y los pasos de pequeños
roedores que no habían conocido otra cosa que este micromundo donde el sol
duraba trece días y la noche otros trece.
De repente, oí algo distinto. Un chapoteo, una
voz. A través de las ramas bajas de los árboles, pude verla bañándose en el
lago. Jugando con el agua. El mismo día que me prometí a mi mismo recorrer el
universo, conocí la razón para volver a lo que sería mi hogar.
Me le acerqué y sonreí. Ella también.
No le digan a nadie, pero yo sé que ella siempre sonríe.
ResponderEliminarSaludos
J.
Siempre que así lo siente.
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